El hijo prodigo (Lc 15,11-32)
En este evangelio aparecen tres personas: el padre y sus dos
hijos. Pero detrás de las personas hay dos proyectos de vida bastante diversos.
Ambos hijos viven con todo lo necesario, en paz, son agricultores muy ricos;
por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida parece
buena. ¿Pero son felices?.
El hijo más joven siente poco a poco que esta vida es
aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida:
levantarse cada día, no sé, quizá a las 5; después, según las tradiciones de
Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al
final, otra vez una oración. Así, día tras día.
El hijo menor piensa:
la vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre,
en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina
y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre;
quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus placeres.
En cambio, ahora es solamente trabajo.
Decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy
respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe
encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un
país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico,
porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque
quiere una vida totalmente diversa.
Ahora su ilusión es vivir en libertad, hacer lo que le
agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la
cárcel de esta disciplina de la casa, sino hacer lo que me guste, lo que me
agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud.
Se marchó dela casa: todo va bien, cree que es hermoso haber
alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco,
siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. (También
leyes naturales: día, noche; el sol quema, hace frio, los animales no van donde
quieren, sino que obedecen al pastor).
En fin, queda un vacío cada vez más inquietante; percibe
cada vez con mayor intensidad que esa vida tampoco es vida de su agradado; más
aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez
más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer
las mismas cosas. Al final y lo más desesperante: no tiene qué comer (Lc 15,16),
y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los
cerdos.
Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era
realmente el camino de la vida que buscaba: una libertad interpretada como
hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá
mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al
crecimiento de la comunidad humana…
Así comienza el nuevo camino, un camino interior. El
muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del problema y
comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo propietario también él,
contribuyendo a la construcción de la casa y de la sociedad en comunión con el
Creador, conociendo la finalidad de su vida, descubriendo el proyecto que Dios
tenía para él.
Lc 15,17… El joven recapacitó: ¿Cuántos jornaleros de mi
padre tienen abundancia de pan mientras que me muero aquí hambre… volveré..
(Renuncia al orgullo, decide volver a la vida).
En este camino interior, en esta maduración de un nuevo
proyecto de vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se
dispone a volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había
emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: Padre pequé contra ti y
contra el cielo, ya no me trates como tu hijo…(Lc 15,17-20).
Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para
darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir en casa
de papá, y lo que significa no vivir en casa de papá. Y más aún comprender que
los bienes materiales como el dinero no hacen feliz.
Lc 15,20: Al papá corrió hacia su hijo, no le importó que
esté andrajoso, apestando olor a cerdo; lo abrazo. El padre, con todo su amor,
lo besa: Suspende todo trabajo de la jornada y ordena que atiendan a su hijo:
que lo bañen, lo cambien de ropa, pongan anillos en las manos, maten el ternero
cebado.
Le ofrece una fiesta, de bienvenida. Nunca le increpó, nunca
le echó en cara el orgullo del hijo. La vida puede comenzar de nuevo partiendo
de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la
disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así,
vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que
significa vivir en casa de papa (En el Cielo, así habrá más alegría por un solo
pecador que se convierta Lc 15,7).
Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las
tentaciones volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin
Dios no funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el
gran sentido de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por
su Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a
Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.
El joven comprende que los mandamientos de Dios no son
obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que
indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que
también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás,
alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da
profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber
contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.
No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en
casa, pero por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba
que quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su
interior debe “volver a casa” y comprender de nuevo qué significa la vida;
comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la
comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia de Dios.
No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada
uno se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y
cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y que
todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la profundidad
del Evangelio.
Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos
ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que
en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no
menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos
recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la dignidad
de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace
brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.
Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el
hombre: no es una “mónada”, una entidad aislada que vive sólo para sí misma y
debe tener la vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás,
hemos sido creados juntamente con los demás, y sólo estando con los demás,
entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en la
que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su
gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero también es
capaz de hacer el bien.
Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos
comprender lo que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad.
Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito
de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por
el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también
la libertad y nuestra dignidad.
Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los
cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos
ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que, antes
que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra conducta, es una
oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el
pecado y elegir volver a Dios.
Recorramos juntos este camino de liberación interior. Al
mismo tiempo, debemos abandonar la actitud egoísta del hijo mayor, seguro de
sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el corazón a la comprensión, a
la acogida y al perdón de los hermanos, y olvida que también él necesita el
perdón.