martes, 19 de agosto de 2014

EL HIJO PRODIGO

El hijo prodigo (Lc 15,11-32)

En este evangelio aparecen tres personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven con todo lo necesario, en paz, son agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida parece buena. ¿Pero son felices?.

El hijo más joven siente poco a poco que esta vida es aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 5; después, según las tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día.

 El hijo menor piensa: la vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo.

Decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa.

Ahora su ilusión es vivir en libertad, hacer lo que le agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, sino hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud.

Se marchó dela casa: todo va bien, cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. (También leyes naturales: día, noche; el sol quema, hace frio, los animales no van donde quieren, sino que obedecen al pastor).

En fin, queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida tampoco es vida de su agradado; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas. Al final y lo más desesperante: no tiene qué comer (Lc 15,16), y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los cerdos.

Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la vida que buscaba: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad humana…

Así comienza el nuevo camino, un camino interior. El muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del problema y comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo propietario también él, contribuyendo a la construcción de la casa y de la sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su vida, descubriendo el proyecto que Dios tenía para él.

Lc 15,17… El joven recapacitó: ¿Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan mientras que me muero aquí hambre… volveré.. (Renuncia al orgullo, decide volver a la vida).

En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: Padre pequé contra ti y contra el cielo, ya no me trates como tu hijo…(Lc 15,17-20).

Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir en casa de papá, y lo que significa no vivir en casa de papá. Y más aún comprender que los bienes materiales como el dinero no hacen feliz.

Lc 15,20: Al papá corrió hacia su hijo, no le importó que esté andrajoso, apestando olor a cerdo; lo abrazo. El padre, con todo su amor, lo besa: Suspende todo trabajo de la jornada y ordena que atiendan a su hijo: que lo bañen, lo cambien de ropa, pongan anillos en las manos, maten el ternero cebado.

Le ofrece una fiesta, de bienvenida. Nunca le increpó, nunca le echó en cara el orgullo del hijo. La vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir en casa de papa (En el Cielo, así habrá más alegría por un solo pecador que se convierta Lc 15,7).

Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.

El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.

No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su interior debe “volver a casa” y comprender de nuevo qué significa la vida; comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia de Dios.

No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y que todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la profundidad del Evangelio.

Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.

Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no es una “mónada”, una entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe tener la vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido creados juntamente con los demás, y sólo estando con los demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero también es capaz de hacer el bien.

Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y nuestra dignidad.

Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que, antes que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra conducta, es una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios.


Recorramos juntos este camino de liberación interior. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud egoísta del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los hermanos, y olvida que también él necesita el perdón.

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